En mi primera
infancia mi padre me dio un consejo que, desde entonces, no ha cesado de dame
vueltas a la cabeza. Me dijo que las cosas buenas son las difíciles de
conseguir, pero si te esfuerzas por algo simple tendrás también un buen sabor
de boca al lograrlo.
Me lo contó
mientras hacía unos problemas de matemáticas que no me salían, me cansé de
ellos, y al formular aquella frase… Me harté aún más. No tenía ganas de pensar,
y si lo intentaba, me quedaba bloqueado y me enfadaba muchísimo más. Mi padre
decidió cambiar de frase: “Vísteme despacio que tengo prisa”. Le hice caso y me
sirvió para enojarme todavía más. Así que decidí recurrir a una oración de mi
arsenal: “Si algo no sabes hacer, Google te ayuda a poderlo resolver”. Y, cómo
no, funcionó. Encontré la respuesta, la copié y terminé. Pero esta vez fue mi
madre la que se puso poética: “Si ayuda te dan, la lógica te quitarán”. Lo
medité y llegué a una conclusión… ¡Qué pesada estaba la gente con las rimitas
de las narices! Pero, al fin y al cabo, seguro que algo de razón tendrían.
Llegó el temido
día del examen, yo estaba tranquilo, me parecía que iba a ser fácil. Pero me
equivoqué rotundamente. Había cinco problemas del estilo del que no había sabido
resolver, y como no hallaba la respuesta, no los hice. Saqué un cuatro. Me di
cuenta de que todos tenían razón con aquellas frases. Además, entendí que nunca
hay que copiar nada, sino fijarse un poco como resolverlo y así conseguir
aprenderlo.
Todos estos
consejos los recuerdo con cariño.
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