lunes, 17 de junio de 2013

1ºBachillerato A Jaime Murúa Rodríguez-Bobada

“En mi primera infancia mi padre me dio un consejo que, desde entonces, no ha cesado de darme vueltas por la cabeza”-fue lo que pensó Connor Kenway antes de cruzar la puerta de la muralla de Boston. Nuestro protagonista, un mestizo norteamericano, retornaba a la ciudad en la que había vivido hasta los ocho años, cuando aconteció el fatídico suceso que puso fin a la vida de su padre, el capitán Haythan Kenway.

La tierra americana, ocupada siglos atrás por los primeros colonos ingleses vivía sometida por el puño de la Corona Británica, que con sus ejércitos explotaba la zona y restringía los derechos de los nativos, marginados socialmente y con escasas libertades.

Connor, hijo de padre inglés y madre india había visto como años atrás su padre había sido procesado por desobediencia civil a la Corona siendo el impulsor de las jornadas y huelgas en Boston que buscaban conseguir que el pueblo participara en la política y tuviera libertad comercial en el Océano Atlántico. Antes los ojos de su hijo, su padre había sido colgado frente al ayuntamiento de la ciudad y Connor había huido del peligro a los bosques, donde se crió en el seno de la tribu de su madre.

En una zona libre del brazo inglés, Connor creció y se educó como un guerrero del bosque, aprendiendo a cazar, moverse con sigilo, escalar por los árboles y manejar el hacha y el arco. Todo ello bañado por un mensaje de culto a la naturaleza que su madre le enseñó y unas palabras que su padre le dijo antes de morir:

“La libertad y la felicidad de nuestro pueblo es por lo que debemos luchas. Si trabajamos todos juntos, algún día esta tierra será libre”.

Desde entonces Connor pasó años de su adolescencia entrenándose y preparándose para proseguir la labor de su padre, para rebelarse contra el yugo inglés. Estos recuerdos le vinieron a la mente a nuestro héroe cuando entró en el lugar que le vio nacer. Encapuchado y perfectamente armado para el combate, atravesó las calles adoquinadas de a ciudad con un objetivo: encontrar a los miembros del antiguo movimiento al que su padre perteneció, los Hijos de la Libertad. Mientras transitaba por los abarrotados muelles, donde circulaban miles de marineros cargando y descargando barcos mercantes provenientes de las rutas europeas, se formó junto a él un corrillo de personas entre las cuales destacaba un hombre barbudo ataviado con ropajes de marinero quien decía:

“Basta ya de injusticias, rebelémonos contra ellos. Si no nos dejan comerciar, ¡nadie en esta ciudad lo hará! ¡Destruyamos sus mercancías inglesas!”

Mientras se dirigían hacia el almacén del puerto, un grupo de casacas rojas arremetió contra los manifestantes, abriendo fuego con sus mosquetes. Connor contempló la injusticia de cómo hombres armados atacaban a personas desarmadas. Entre la marabunta emergió con su hacha para disolver la pelea y acertó con su afilada hoja a los cuellos y tripas de los soldados ingleses que fueron cayendo uno a uno ante una figura rápida como el viento que aparecía de  la nada para soltar la estocada final.

Disuelta la rencilla, los manifestantes arroparon a su salvador:

“Únete a nosotros, nos has salvado la vida. Ya has visto cómo son estos desalmados perros ingleses; síguenos y liberaremos la zona. Me llamo Stéphane”.

“Yo me llamo Connor y no pararé hasta liberar esta tierra. Vamos a destruir esas mercancías, ¡por la libertad!”

El grupo derribó la puerta del almacén del muelle y prendió fuego a todas las provisiones inglesas, enviando un mensaje de esperanza al pueblo. El gobernador lo interpretó como un desafío y decretó la prohibición de que los nativos pudieran ostentar negocios. Aplicó también una dura represión poniendo en busca y captura a los responsables.

Los siguientes días fueron devastadores: cientos de ciudadanos fueron encarcelados y fusilados sin juicio previo, sospechosos de haber participado en el incendio. Connor se ocultó junto a Stéphane en las cloacas de la ciudad. Desde el oscuro agujero fueron reclutando una pequeña guerrilla de jóvenes que buscaban la libertad para su pueblo.
Atacaban por sorpresa mediante pequeñas escaramuzas a soldados de la Corona y consiguieron liberar a muchos ciudadanos que habían sido apresados. La liberación de la ciudad comenzaba a tomar color y el grupo de los Hijos de la Libertad decidió asestar un duro golpe: destruir el producto más importante para la ciudad, el té.

Planeaban hundir todo el cargamento del puerto de Boston en una madrugada de marzo. El grupo se dispuso junto a las grandes fragatas del muelle norte. En medio de la silenciosa noche, se escondieron en su oscuridad y fueron sigilosamente acabando uno a uno con los desafortunados guardias al sonido de cuchillos deslizando. Desgraciadamente, un avispado oficial se percató de su presencia y dio la alarma comenzando la reyerta en el puerto.

Connor trató de hacerse paso entre la pelea echando a uno lado y a otro a cualquier guardia que se le cruzaba. Dejando tras sí una estela de sangre consiguió saltar al galeón principal con toda la carga. En a cubierta tuvo que vérselas con rudos guardias, siendo herido por disparos de mosquete. Consiguió abatir a todos, con la imagen de su padre en la cabeza y sus palabras resonando.

El grupo se impuso a los soldados y les hizo retroceder. Comenzaron a arrojar las grandes cajas de té al océano. Terminada la labor, un chico entre el fulgor y la alegría colectiva de la multitud gritó:

“¡Somos los Hijos de la Libertad, estamos unidos! ¡Seremos los Estados Unidos, una tierra libre!”


Corría 1773 y por primera vez en la historia un grupo de nativos había conseguido a Inglaterra. Había nacido la idea de la nación estadounidense. Gracias a Connor y su guerrilla, influida por las ideas de su valeroso padre se había puesto la primera piedra para la construcción de la nación más grande que el mundo iba a conocer: Estados Unidos.

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