LA
MORA
En mi primera infancia mi padre me dio un
consejo que, desde entonces, no he cesado de darme vueltas por la cabeza. Ese
consejo era: “Dedícate a lo que te guste y no hagas caso de lo que la gente,
así conseguirás alcanzar tus sueños”. Le encantaba contarme historias
relacionadas con sus consejos. Esta es mi favorita.
Hace mucho tiempo, al sur de España, en
Cádiz hubo una mujer llamada Carmen. Era viuda y no podía tener hijos. Un día
frío de invierno, precisamente en Nochebuena, Carmen terminó de remendar un
chal para no tener frío en la misa del gallo. Antes de marcharse, cogió unos
pocos panecillos que había hecho para los niños del orfanato. Llegó y llamó a
la puerta, pero nadie contestaba, probablemente debido a que estarían rezando
en la humilde capillita del interior. Dio media vuelta y antes de irse, se fijó
en una cestita que había junto la puerta. Se acercó y vio que dentro había un
bebé que no parecía español. El bebé tiritaba y lloraba. Como nadie más andaba
por ahí (debido al frío que hacía) decidió llevarse a la niña a casa.
En casa de Carmen también hacía frío, pero
encendió la lumbre y la casa se calentó. Machacó una patata, un rábano y un
poco de pan (de lo único que disponía para cenar) y dio de comer a la niña
sentada junto a la lumbre. Debía tener unos cinco meses. Carmen pensó que sus padres serían moriscos
expulsados por el rey, que no podían hacerse cargo de su hija. “Te llamaré
Dalila Merced” pensó Carmen la llamó así porque casi todos los moriscos de
Cádiz venían de Dhal-il y porque la encontró en el convento de Ntra. Sra. De la
Merced. Entonces, sonrió y se durmió junto a su hija, dormida en su regazo.
Pasaron nueve años y Dalila se había
convertido en una niña curiosa y llena de vida.
-Madre, voy a comprar unos puerros en el
mercado. –Le dijo, monedas y cesta en mano.
-Vale pero no tardes mucho y cómpralos en
buen estado. –Le respondió, a pesar de que la niña no la oyó.
Nada más salir de casa, fue dando saltitos
hacia el mercado y compró tres puerros. Se giró y fijó su vista
en una pequeña casita de madera de la que se oían gritos y risas y
después otra voz que mandaba callar y empezaba a hablar. Se asomó por el
ventanuco y observó que eran niños sentados sobre taburetes y mesas de madera.
Le pareció fascinante lo que Teodoro contaba (el primo de su madre) y fue
corriendo a casa.
-¡Dalila, me has asustado! ¿Dónde has
estado?
-Lo siento, madre. Estaba comprando los
puerros –los sacó de la cesta y los puso sobre la mesa- y después vi a unos
niños en la casita de madera que escuchaban hablar a Teodoro. ¿Puedo ir yo
también? –pidió la niña haciendo pucheritos que sabía que no se podía resistir.
-Hija, yo soy costurera y no gano mucho. La
escuela es cara, sobre todo con la crisis, pero tú tranquila que hablaré con
Teodoro.
Carmen le contó a Teodoro lo que Dalila le
había contado a ella. Teodoro le dijo por ser su prima solo le cobraría el
material que la niña necesitaría.
Al día siguiente, Dalila fue al colegio. Al
entrar en clase y presentarse, ni una mirada cálida, ni una sonrisa le dio la
bienvenida. Todos los niños la miraban mal y le decían: “¡Morisca, vete de
aquí!” Ella no sabía que un morisco, así que se limitó a ignorar esos
comentarios y escuchó atentamente lo que Teodoro decía. En el recreo, también
se metían con otro chico y Dalila decidió espantarlos para que le dejaran en
paz.
-¿Estás bien? –Le preguntó Dalila ayudándole
a levantarse. –Tranquilo, ya me voy.
-No te vayas. Me llamo Gonzalo ¿y tú?
-Dalila. Oye ¿no tienes almuerzo? –Se fijó
ella.
-No, me lo han robado. Encima que hoy tenía
hambre...
-Tranquilo, compartimos el mío. –Se sentaron
en el suelo y empezaron a hablar.
-Oye, ¿no te importa ser amigo de, como
ellos dicen, una morisca?
-Si a ti no te importa ser amiga de un
ciego, pues no. –Dalila sonrió y supo que comenzó su primera amistad.
Todos los días almorzaban juntos, estudiaban
juntos, jugaban juntos y forjaron una fuerte amistad.
Por otro lado, Dalila resultó ser una alumna
brillante y, pese a ser mujer y morisca, Dalila entró en unas de las
universidades más prestigiosas de España para estudiar medicina. A sus veinte
años ingresó allí y acabó los estudios a los veintiocho años. Justo al acabar
sus estudios, se casó con Gonzalo y tuvieron tres hijos.
Era una médica tan prestigiosa que su fama
llegó a oídos del rey Felipe IV y la llamó para ser curado de gripe. Además de
pagarle bien, le regalaron unas plantas aromáticas de su tierra, la lejana
Arabia. Dalila descubrió que esas plantas tenían poderes medicinales y podían
curar la ceguera. Logró curar a su marido y todos los ciegos de Cádiz.
Lamentablemente, tuvo alzheimer muy joven y no se supo jamás cuál fue la cura.
Pero lo importante aquí, fue su empeño en
hacer lo que le gustaba y se convirtió en la primera morisca médico de la
historia, a la cuál la llamaban “La mora”.
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