El
chico suspiró y dejó la carta sobre la mesa. La observó detenidamente, tal vez
orgulloso, tal vez triste, tal vez pensativo. Era sin duda su mejor obra. La
había escrito en forma de poesía, no sabía muy bien por qué. Le gustaba mucho
la escritura, pero nunca se había arriesgado a crear un poema. Sonrió, dándose
cuenta de lo raro que era. Aunque no era una sonrisa feliz, sino amarga.
Se
levantó de la silla, dejándolo todo estrictamente ordenado. Así se lo había
enseñado su padre, un militar de alto rango que seguía y hacía seguir las
normas al pie de la letra. Se mordió el labio y recordó la cantidad de veces
que aquel fornido hombre le había maltratado, ya fuera física o
psicológicamente. Pese a que no eran pocas, recordaba con claridad cada una de
ellas, como si hubieran ocurrido ayer. Precisamente por la obsesión de su padre
con la perfección en todos los aspectos, el chico estaba sometido a una gran
presión. Sus notas nunca bajaban del diez, en todas las asignaturas. Y nunca
recibió una felicitación por parte de nadie, era lo que se esperaba de él. Quizá
demasiada presión para su mente adolescente.
Cerró
la puerta de su habitación y comenzó a recorrer el pasillo, mirando fijamente
la puerta que se hallaba al final. Se paró, no obstante, frente a la puerta del
salón. Su madre se encontraba sentada en el sillón, observando la televisión
apagada. Él sintió un pinchazo de tristeza en el corazón. Esa mujer, siempre
tan enérgica y divertida, dispuesta a ayudar a cualquiera, ya nunca sonreía, y
apenas podía ayudarse a sí misma a sobrevivir.
Se había convertido en una especie de zombi que nunca hablaba ni miraba
a nadie, tras la muerte de su segundo hijo. Ni siquiera había llegado a nacer,
pero ella le había querido más que a su vida. En la planta superior aún quedaba
la que iba a ser la habitación de su bebé. Nadie se atrevió a tocarla desde el
trágico suceso. El chico se mordió el labio y continuó avanzando, sin ser capaz
de resistir más tiempo mirando aquella sombra de la mujer que un día fue su
madre.
Siguió
andando. Ya estaba cerca, pero hizo una última parada. La puerta de esta
habitación estaba ya abierta. En su interior, una niña de cinco años estaba
sentada en el suelo, jugando con sus muñecas. Vestía un precioso vestido rosa,
tan diminuto como ella. Era la chica más guapa que había visto, y sabía que jamás
podría conocer a una más perfecta. Las lágrimas aparecieron en sus ojos al
mirar más arriba, hacia la cabeza de su hermana. Recordaba lo mucho que siempre
había querido y cuidado su cabello. Una melena larga, demasiado para su edad,
era lo que había tenido. Ahora no quedaba rastro de ella. Piel era lo único que
recubría su cráneo. Sin embargo, en su inocencia infantil, era feliz. A pesar
de tener un padre que nunca estaba en casa, y una madre que sería mejor que no
estuviera, ella era feliz. El chico sintió una punzada de culpabilidad, y se
alejó, sabiendo que si seguía pensando en ella, se echaría atrás, como tantas
otras veces.
Por
fin abrió la puerta, y su decisión flaqueaba por momentos. La cerró, echando el
pestillo, no sabía muy bien si para que no entraran, o para no salir él. Se
miró unos segundos al espejo, haciendo acopio de valor. Tras contar mentalmente
hasta cien, se apartó de la encimera. Echó un vistazo a la bañera. La había
llenado hasta arriba porque era demasiado cobarde incluso para sentir dolor.
Sintiendo asco hacia sí mismo, se metió en ella. El agua estaba fría, pero eso
no le importaba. No hizo siquiera esfuerzo por desvestirse. No le gustaba su
cuerpo, y no quería que lo encontraran desnudo. Cogió la cuchilla, y todo
pareció transcurrir a cámara lenta, aunque supo que sólo duró unos segundos.
Respirando profundamente, deslizó el filo sobre su piel, una única vez, aunque
supo al instante que con eso bastaría. La dejó caer al suelo, sin preocuparse
por el orden ya, mientras su sangre comenzaba a discurrir por su brazo. Y al
igual que aquel líquido, los pensamientos fluyeron por su cabeza, aunque al
contrario que éste, haciéndose cada vez más débiles. El último pensamiento que
tuvo, curiosamente, fue la misma frase que ocupaba las últimas líneas de su
nota de suicidio: “Mañana será otro día,/ pero yo ya no estaré aquí”.
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