viernes, 6 de junio de 2014

BACHILLERATO Alberto Maqueda Canoyra

UN DÍA EN LA VIDA
-          ¡Ring! – sonó la alarma. Hacía meses, tal vez años, que no recibía un encargo de nadie, pero al pobre detective privado Miguel Rot le gustaba madrugar para creer (o intentarlo al menos) que iba a tener trabajo. Aunque fuera de los aburridos, de los de señora mayor que pierde su gato y no se le ocurre otra cosa que telefonear a un detective privado para que buscara al pobre bicho. No era pedir demasiado. No estaba exigiendo un encargo de encontrar al asesino de un multimillonario…
Su estómago, cabreado, le recordaba día tras día que también estaba falto de actividad: con la falta de ingresos no abundaba demasiado el alimento. Para colmo, en los peores momentos imágenes de corderos asados o chuletones de buey iban y venían por su cabeza.
Pero sucedió que el día siguiente iba a ser el día. Como era habitual, a las ocho y media de la mañana sonó el despertador, y a eso de las doce lo hizo el teléfono.
A esa misma hora, en el otro lado de la ciudad, sonaba otro teléfono: El del asesino a sueldo Abraham López. En pocos minutos estaba resuelta la cuestión: Acabar con la vida de Roberto Sánchez, profesor de universidad. Abraham sonrió: matar profesores era su encargo favorito. Y además el tal Roberto no era un tipo cualquiera: al parecer, el año anterior había ganado la lotería, y desde entonces se había vuelto insoportable. En vez de dejar de trabajar para disfrutar de su fortuna, decidió seguir dando clases para poder seguir suspendiendo. Adoraba poner exámenes imposibles y observar las caras de sus víctimas. Sí, era un cabrón. Uno de tantos. Pero esa vez él era el elegido. Abraham calculó por la voz que el trabajito lo ordenaba alguien joven. Una de sus víctimas. Esa misma tarde recibió la suma de dinero del que resultó ser un estudiante: 1250 euros, tarifa habitual. Había ganas de acabar cuanto antes, al parecer. Acordaron que para la tarde del día siguiente ya estaría hecho.
Mientras todo eso sucedía, Miguel Rot también contestó a su llamada. Roberto Sánchez, viejo amigo suyo, le invitaba a tomar una copa. “Mañana por la tarde”, acordaron.
La mañana siguiente siguió su curso normal. Abraham López ya había averiguado la dirección del profesor, justo enfrente de unos grandes almacenes. Miguel seguía sin recibir ningún encargo. Roberto suspendió a veinte personas de treinta y dos.

La tarde llegó, y Abraham llevó a cabo el procedimiento habitual cuando el objetivo estaba enfrente de un centro comercial: Se disfrazó de señor de la limpieza y se dirigió a los baños del lugar. Colgó un cartel de “limpiando” en la puerta para que nadie interrumpiera la faena. A continuación, y con ayuda de un soplete y otras herramientas, hizo un agujero en la pared y montó en seguida su fusil de precisión. Siete y media de la tarde. Tuvo que esperar casi una hora hasta que por fin vio aparecer al profesor con otro hombre. Joder, ¡era idéntico! Esperó. Estaba nervioso. Su corazón hacía mucho ruido. Respiró hondo un par de veces y volvió a centrarse en su objetivo. Nueve menos cuarto de la noche. Casi una hora y media de espera. Muy nervioso, casi temblaba. Apuntó hacia el objetivo. Los dos hombres estaban juntos, y uno de ellos le enseñaba al otro algo. Papeles, parecían. Ya no pudo más. Disparó. Y falló. Un segundo disparo, que dio logró acabar con la vida de un hombre. Comprobó con horror que se había equivocado de hombre. Al borde de la histeria e incapaz de controlar la situación, se apuntó a sí mismo y disparó. Mañana será otro día.

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