Vivía en un pueblo muy pequeño. A penas llegaría a
los 100 habitantes. Era de esa clase de pueblos en los que todo el mundo se
conoce, de los que se ven en las películas de miedo. Y, al igual que esos,
ocultaba un secreto.
Cuando era un niño, solía jugar en la casa
abandonada que había a las afueras, cerca de mi hogar. Por esa zona nunca
pasaba nadie, y yo no entendía por qué. Siempre había querido entrar en aquella
mansión, pero, por más que lo intentaba, parecía imposible abrir la puerta de entrada.
Parecía una puerta normal, quizás incluso frágil, hecha únicamente de madera.
Pero estaba cerrada con llave, la cual nunca logré encontrar. Debo confesar que
hubo veces que intenté forzarla, cuando llegué a la adolescencia. Pero todos
mis intentos fueron vanos. Recuerdo una vez, cuando uno de mis vecinos pasaba
al lado de la casa, mientras estaba tratando de desbloquear la puerta. Yo
tendría entonces unos quince años, la edad en la que todo parece injusto y el
mundo está contra ti. El hombre en cuestión se acercó a mí corriendo y gritando
como si fuera lo peor del planeta. Me advirtió que dejara de intentar abrirla,
y yo pensé que estaba loco. Si tan sólo le hubiera hecho caso, todo habría sido
diferente.
En mi décimo octavo verano, aposté con mis amigos
que ninguno de ellos podría entrar en aquel edificio. Él, que siempre aceptaba
los retos, se hinchó de orgullo y dijo que esa misma noche lo haría. Ahora me
avergüenzo de haberle movido a hacerlo. Era sólo un niño.
Por la noche, fuimos los dos juntos a la casa. Le
insté a que lo intentara, llamándole cobarde y otras cosas peores. Él tenía
mucho miedo, pero aun así se aproximó a ella. Dedicó mucho tiempo a intentar
abrir la puerta, pero resultó imposible conseguirlo. Fue entonces cuando tuvo
una idea extraordinaria en su simplicidad. Trepó a uno de los árboles que había
junto al edificio, tratando de subirse al tejado del porche. Una vez allí se
acercó, manteniendo a duras penas el equilibrio, a una de las ventanas. Debo
admitir que mi orgullo estaba herido al ver que él, al primer intento, iba a
conseguir lo que yo llevaba años intentando. Estaba molesto porque no se me
hubiera ocurrido antes. Por fin, tras lo que pareció una eternidad, consiguió
llegar a una ventana. Riéndose de mí, la golpeó para romperla, sin conseguir,
para nuestra sorpresa, ni tan siquiera quebrarla lo más mínimo. Lo único que
percibí tras esto, fue el grito desgarrador de mi amigo. Un segundo más tarde,
cayó al suelo. Han pasado 10 años y aún sigue en el hospital. Nunca logró despertar
del coma causado por el traumatismo.
Después de esta catástrofe, yo no podía dejar de
preguntarme cómo era posible que se hubiera caído, estando como estaba sujeto a
la ventana, y con varios metros de tejadillo tras él. Pasados dos años, seguía
sin haber superado la culpa que sentía por su pérdida. Hoy en día, sé que fui
el único culpable de lo ocurrido.
Tras un tiempo aprendí a vivir con ello, como se
hace con todo. Tuve una preciosa hija con mi novia de la universidad. Apenas
tiene 4 años. Desde que era un bebé, le prohibí terminantemente acercarse a la
casa. No quería que aquello volviera a suceder. Pero llegó un día en el que la
vida me devolvió el daño que había hecho.
Llevaba en el coche a mi niña al colegio, su primer
día. Es un vehículo muy antiguo. Mi mujer siempre insiste en que compre otro,
pero le tengo un especial cariño. Justo frente a la casa, el motor dejó de
funcionar. Tras intentar arrancarlo varias veces, en vano, decidí ir a pedir
ayuda. Para mi sorpresa, la puerta de la casa estaba abierta. Me acerqué a
ella, movido, como siempre, por la curiosidad. Al entrar, me di cuenta de que
no tenía nada de especial. Sólo era una vieja mansión abandonada. Salía,
decepcionado y pensando en buscar ayuda de nuevo, cuando vi grabadas en el
suelo unas letras. Me agaché para leerlas y descubrí, horrorizado, que era mi
nombre, con mi fecha de nacimiento y la fecha del día en el que estaba. Me
alejé, aterrorizado, y corrí de vuelta al vehículo. Subí y traté de arrancarlo,
haciendo caso omiso de las preguntas de mi preocupada hija, confundida por mi
actitud. Cuando conseguí ponerlo en marcha, comencé a conducir de nuevo hasta
llegar a la autovía. Allí fue cuando el motor se volvió a detener. Salí del
coche, llevando a mi hija conmigo lo más rápido que pude. Entonces sentí el
impacto, y el dolor. Un dolor intenso, que no me permitió escuchar nada más que
los gritos de mi niña.
Han pasado dos años. O tal vez no. Es difícil
calcular el tiempo aquí. Estoy solo, sólo yo en una habitación. Mi única visión
es la maldita puerta de la mansión, vista esta vez desde el interior, por cuyo
cerrojo se cuela una intensa luz. No sé qué significa esto. Desperté aquí,
solo. Lejos de sentirme abandonado, me alegro de que mi hija no esté. Quizá
ella haya muerto, haya conseguido dar el siguiente paso. Lo espero de verdad.
Yo he tratado de abrir la puerta tantas veces que no las puedo contar. Ya me he
dado por vencido.
Mi única petición es esta: por favor, si pasas por
mi pueblo, ese pequeño pueblo de 100 habitantes donde todo el mundo se conoce,
no te acerques a la casa. Simplemente pasa de largo. No merece la pena.
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