martes, 2 de junio de 2015

Gema Camino Bravo 1º Bachillerato A



Vivía en un pueblo muy pequeño. A penas llegaría a los 100 habitantes. Era de esa clase de pueblos en los que todo el mundo se conoce, de los que se ven en las películas de miedo. Y, al igual que esos, ocultaba un secreto.
Cuando era un niño, solía jugar en la casa abandonada que había a las afueras, cerca de mi hogar. Por esa zona nunca pasaba nadie, y yo no entendía por qué. Siempre había querido entrar en aquella mansión, pero, por más que lo intentaba, parecía imposible abrir la puerta de entrada. Parecía una puerta normal, quizás incluso frágil, hecha únicamente de madera. Pero estaba cerrada con llave, la cual nunca logré encontrar. Debo confesar que hubo veces que intenté forzarla, cuando llegué a la adolescencia. Pero todos mis intentos fueron vanos. Recuerdo una vez, cuando uno de mis vecinos pasaba al lado de la casa, mientras estaba tratando de desbloquear la puerta. Yo tendría entonces unos quince años, la edad en la que todo parece injusto y el mundo está contra ti. El hombre en cuestión se acercó a mí corriendo y gritando como si fuera lo peor del planeta. Me advirtió que dejara de intentar abrirla, y yo pensé que estaba loco. Si tan sólo le hubiera hecho caso, todo habría sido diferente.
En mi décimo octavo verano, aposté con mis amigos que ninguno de ellos podría entrar en aquel edificio. Él, que siempre aceptaba los retos, se hinchó de orgullo y dijo que esa misma noche lo haría. Ahora me avergüenzo de haberle movido a hacerlo. Era sólo un niño.
Por la noche, fuimos los dos juntos a la casa. Le insté a que lo intentara, llamándole cobarde y otras cosas peores. Él tenía mucho miedo, pero aun así se aproximó a ella. Dedicó mucho tiempo a intentar abrir la puerta, pero resultó imposible conseguirlo. Fue entonces cuando tuvo una idea extraordinaria en su simplicidad. Trepó a uno de los árboles que había junto al edificio, tratando de subirse al tejado del porche. Una vez allí se acercó, manteniendo a duras penas el equilibrio, a una de las ventanas. Debo admitir que mi orgullo estaba herido al ver que él, al primer intento, iba a conseguir lo que yo llevaba años intentando. Estaba molesto porque no se me hubiera ocurrido antes. Por fin, tras lo que pareció una eternidad, consiguió llegar a una ventana. Riéndose de mí, la golpeó para romperla, sin conseguir, para nuestra sorpresa, ni tan siquiera quebrarla lo más mínimo. Lo único que percibí tras esto, fue el grito desgarrador de mi amigo. Un segundo más tarde, cayó al suelo. Han pasado 10 años y aún sigue en el hospital. Nunca logró despertar del coma causado por el traumatismo.
Después de esta catástrofe, yo no podía dejar de preguntarme cómo era posible que se hubiera caído, estando como estaba sujeto a la ventana, y con varios metros de tejadillo tras él. Pasados dos años, seguía sin haber superado la culpa que sentía por su pérdida. Hoy en día, sé que fui el único culpable de lo ocurrido.
Tras un tiempo aprendí a vivir con ello, como se hace con todo. Tuve una preciosa hija con mi novia de la universidad. Apenas tiene 4 años. Desde que era un bebé, le prohibí terminantemente acercarse a la casa. No quería que aquello volviera a suceder. Pero llegó un día en el que la vida me devolvió el daño que había hecho.
Llevaba en el coche a mi niña al colegio, su primer día. Es un vehículo muy antiguo. Mi mujer siempre insiste en que compre otro, pero le tengo un especial cariño. Justo frente a la casa, el motor dejó de funcionar. Tras intentar arrancarlo varias veces, en vano, decidí ir a pedir ayuda. Para mi sorpresa, la puerta de la casa estaba abierta. Me acerqué a ella, movido, como siempre, por la curiosidad. Al entrar, me di cuenta de que no tenía nada de especial. Sólo era una vieja mansión abandonada. Salía, decepcionado y pensando en buscar ayuda de nuevo, cuando vi grabadas en el suelo unas letras. Me agaché para leerlas y descubrí, horrorizado, que era mi nombre, con mi fecha de nacimiento y la fecha del día en el que estaba. Me alejé, aterrorizado, y corrí de vuelta al vehículo. Subí y traté de arrancarlo, haciendo caso omiso de las preguntas de mi preocupada hija, confundida por mi actitud. Cuando conseguí ponerlo en marcha, comencé a conducir de nuevo hasta llegar a la autovía. Allí fue cuando el motor se volvió a detener. Salí del coche, llevando a mi hija conmigo lo más rápido que pude. Entonces sentí el impacto, y el dolor. Un dolor intenso, que no me permitió escuchar nada más que los gritos de mi niña.
Han pasado dos años. O tal vez no. Es difícil calcular el tiempo aquí. Estoy solo, sólo yo en una habitación. Mi única visión es la maldita puerta de la mansión, vista esta vez desde el interior, por cuyo cerrojo se cuela una intensa luz. No sé qué significa esto. Desperté aquí, solo. Lejos de sentirme abandonado, me alegro de que mi hija no esté. Quizá ella haya muerto, haya conseguido dar el siguiente paso. Lo espero de verdad. Yo he tratado de abrir la puerta tantas veces que no las puedo contar. Ya me he dado por vencido.
Mi única petición es esta: por favor, si pasas por mi pueblo, ese pequeño pueblo de 100 habitantes donde todo el mundo se conoce, no te acerques a la casa. Simplemente pasa de largo. No merece la pena.




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