Miraba continuamente aquella cerradura que me
separaba de mi mundo, al que tanto amaba.
Esperaba que ella siguiera allí, al otro lado, con
esa respiración que me recordaba a la mejor de las Estaciones de Vivaldi, y que,
desde que la conocí, se había convertido en mi melodía favorita.
Más de una vez intenté reunir el valor suficiente
para acercarme a aquella tosca cerradura y tratar de darle a mis oídos el
placer de volver a escucharla, aunque todos estos intentos fueron en vano, pues
jamás fui capaz. Quizás fue el miedo a no encontrarla lo que acabó con la
valentía que sólo ella era capaz de hacerme sentir.
Todavía sonreía con el recuerdo de su presencia.
Sonrisa que siempre acababa inundada por
lágrimas de desesperación e impotencia, que son las más amargas.
Y quizá, como Neruda, yo sí esté preparado para
escribir los versos más tristes esta noche. Quizá incluso supere a Sabina en
dolor, porque en olvidarte ya he tardado más de 19 días y de las noches, perdí
la cuenta en la 501.
Sin embargo, en mis momentos de lucidez, me sentía
estúpido. Estúpido por haberte dejado encerrarme en esta cárcel, de amor, que
tanto me había aislado y que, contra todo presagio, tampoco me había acercado a
ti.
Porque a ti, hablarte de amor es como romperle al
pintor el pincel justo antes de acabar su obra. Como cortarle la cuerda a un
equilibrista cuando sólo le quedan unos centímetros para volver a pisar tierra
firme, o como obligar a un paracaidista a abrir el paracaídas antes de tiempo,
sin dejarle disfrutar de la parte libre de su caída.
Es cortarle las alas a la mejor nota de la Primavera
de Vivaldi.
Y es por eso que acabé encerrado en mi mismo, cárcel
de amor, antes que obligarte a amarme y sentirme como cortando a la más bella flor
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